a pandemia, el cambio climático, la desigualdad entre pobres y ricos, la brecha tecnológica, la inmigración de refugiados, entre otros grandes temas, obliga a las sociedades a evaluar el liderazgo político de los países, a la luz de los resultados alcanzados en sus gestiones para resolver esta y otras tantas crisis.
El número de contagios y de fallecidos a causa del Covid-19 pone de relieve ante la opinión pública la eficiencia de la estrategia gubernamental y ofrece, además, un panorama general de los sistemas de salud de los países para hacerle frente al virus. Son los resultados y no las narrativas discursivas las que hablan y no mienten. Muy a pesar de ello, los gobernantes mundiales son siempre expertos a la hora de esgrimir argumentos a favor de sus actuaciones al margen de las cifras o de los hechos.
Generalmente, detrás de cada política pública existen motivaciones o justificaciones que explican el porqué de las decisiones gubernamentales. En ocasiones, los matices ideológicos explican dichas resoluciones; en otras, razones de Estado; o bien, una opinión pública adversa que amenaza con perder las bases electorales que sirven de apoyo. Pero, ¿qué es lo que el mundo observa hoy? Pues bien, que muchas decisiones o estrategias de gobiernos están vinculadas a los rasgos de personalidad de los principales líderes del mundo.
Esta realidad pública, notoria y comunicacional es una preocupación ciudadana que debe constituirse en objeto de estudio de las ciencias sociales. Es un imperativo realizar un análisis de la materia de la que se compone la personalidad que denominamos líder o cuando menos una aproximación.
Lo primero que salta a la vista son las cualidades. El liderazgo implica ser actor protagonista de los cambios o de los proyectos que se encarnan y ponerlos en la conciencia social. Para ello, se necesita convicción, pasión, tenacidad, innovación, creatividad, que deviene en entusiasmo y confianza de los partidarios. Pero, sobre todo, se requiere preparación, una capacidad comunicativa efectiva y una visión clara de lo que se aspira ya como colectivo y no como individualidad.
Sobre este punto, lo público, la ciudadanía, no debería ser el espacio para la instrumentación de intereses personales o grupales, sino el lugar donde se construyen los grandes proyectos que dan respuestas a las demandas de las mayorías. Ese es el papel del liderazgo: guiar o conducir, al mismo tiempo representar las respuestas a las legítimas pretensiones del colectivo. Los líderes son, en definitiva, piezas claves para los saltos cualitativos de las sociedades (o de las empresas sea este el caso).
Existen además rasgos de la personalidad distintivos, si se quiere éticamente indispensables, para engranar un liderazgo efectivo y positivo, a saber: la responsabilidad, la honestidad, la entereza y el carácter plural para saber escuchar y tolerar la disidencia. Aquí la crítica y la autocrítica representan baluartes de ese constructo anímico en el que reposa el líder y el aura de conductor de procesos eficaces.
No siempre es así. Del liderazgo democrático, inclusivo y participativo, emana una autoridad moral y legal. Cuando aquel se asienta en el abuso, la intolerancia y el personalismo irresponsable y arbitrario dicha autoridad pierde respaldo popular. Ese es un riesgo que acarrea la autoridad. A veces se puede hacer un uso negativo de esta por arrogancia, ignorancia o irresponsabilidad.
Max Weber (1993) advertía que las tres autoridades: la carismática, la tradicional y la racional-legal pueden registrar un traslado de poder en formas cada vez más racionales. Si el liderazgo es negativo; la tradición está mal reglamentada o la burocracia impide la acción política de los individuos, lógicamente desembocaremos en nuevas y más justas renovaciones de la autoridad y el liderazgo.
¿Cómo persisten los liderazgos impopulares? ¿Cuándo nacen los líderes? Cualquier historiador, sin caer en excesos academicistas, afirmará que los líderes surgen de las coyunturas históricas, de las necesidades de su tiempo y de la interpretación (o visión) del momento tanto para él como para un importante grupo social. Esta tesis parece haber quedado en el pasado.
En la actualidad, la publicidad y el desarrollo de las tecnologías de la información pueden crear imágenes engañosas y campañas falsas de las personalidades políticas. Ingentes cantidades de dinero se destinan a manipular la opinión pública. Se distorsionan así realidades comunicativas y provocan el rechazo o la aceptación de determinadas figuras en momentos de crispación política. No hablamos entonces de un verdadero diálogo social, sino de montajes intencionados por grupos de intereses (Clooney y Heslov (productores), 2015).
Esta parece ser la ruta o el surgimiento de líderes totalmente mediáticos o advenedizos (outsiders) que se imponen de manera fraudulenta, aunque por vía legales formalmente constituidas.
Finalmente, el fortalecimiento de la cultura política en los ciudadanos es la clave para no dejarse manipular o engañarse con publicidades falaces. Son estos los que pueden ejercer el contrapeso de los gobiernos, gracias a su decisiva participación en los procesos políticos, a través de los mecanismos, vías e instituciones democráticas del Estado.
Esa formación cívica en los ciudadanos nace en los salones de clases con docentes comprometidos con el fortalecimiento del pensamiento democrático. Ese es el germen que impide en las sociedades venideras los abusos del poder por un lado y, al mismo tiempo, los liderazgos sanos de las sociedades futuras. En las aulas, no quepa la menor duda, construimos la sociedad del porvenir y formamos los ciudadanos del mañana.
PhD. Ninfa C. Moreno[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]